5 preguntas que todo liderazgo inclusivo debería hacerse en 2025
Por Gastón Boireau Lahore y Luís Etchenique, partners DEIBme
Vivimos en una época donde el concepto mismo de liderazgo está atravesando una revisión profunda, y no por voluntad teórica o una tendencia, sino por una necesidad concreta que emana de la realidad social, económica y organizacional contemporánea. Con certeza estamos en un escenario donde la incertidumbre ya no es una excepción sino un componente estructural de la vida tanto laboral como colectiva, es así que el rol del liderazgo no puede seguir pensándose desde una lógica funcionalista, centrada en resultados aislados o en estilos personales de dirección, sino que exige una mirada mucho más sistémica, ética e incluso afectiva.

En ese contexto, el World Economic Forum propuso una noción que sintetiza con agudeza lo que muchas personas ya experimentan desde hace años en cuanto a liderar, ya no es resistir la tormenta, sino sostener con sentido mientras la tormenta redefine el mapa. Esto nos obliga a repensar no sólo en qué tipo de liderazgos promovemos en nuestras organizaciones, sino también qué valores, vínculos y estructuras sociales estamos habilitando o perpetuando a través de ellos.
Por eso, junto a cinco líderes, nos animamos a releer estas preguntas planteadas por el WEF, que está lejos de pretender ofrecer recetas, sino abrir preguntas para que otras voces respondan. Porque el liderazgo que viene no necesita repetir modelos del pasado, sino formular nuevas preguntas, incluso cuando las respuestas todavía no sean del todo claras. Aquí vamos.
1. ¿Estoy liderando con horizonte o solo apagando el fuego?

No hace falta decirle a nuestro equipo que cuando el entorno impone velocidad, complejidad e inmediatez, la gestión muchas veces queda atrapada en una lógica de supervivencia que impide mirar más allá del trimestre, del entregable o del problema urgente. Y aunque es comprensible —incluso necesario— responder a la inmediatez y las demandas operativas del presente, lo cierto es que el liderazgo no puede limitarse a administrar incendios. La construcción de sentido, de visión compartida y de propósito colectivo requiere tiempo, requiere pausa, y sobre todo, requiere capacidad de proyectar más allá del ruido de lo cotidiano.
Desde una mirada estratégica, sabemos que el capital organizacional se construye en el largo plazo, la confianza, la cultura, la reputación, la legitimidad interna y todo eso no se improvisa ni se recompone con campañas internas o beneficios. La realidad es que se va forjando y afianzando en la cultura y bienestar con decisiones que, aun en momentos críticos, no pierden de vista la trayectoria ni el impacto futuro en el negocio y en el desarrollo del talento.
Para quienes trabajamos en gestión de personas, es evidente que cuando las decisiones se toman solo desde la urgencia, el costo lo paga el compromiso. Lo pagan también las trayectorias profesionales que quedan truncas, lo pagan los equipos que se disgregan por fatiga, lo paga el clima organizacional que se vuelve hostil, y lo paga la organización, que pierde capacidad de sostener el talento que forma. Liderar con horizonte, entonces, no es una elección entre largo y corto plazo sino que, desde esta perspectiva, es una forma de honrar la responsabilidad que implica tener influencia sobre la vida de otras personas.
En este marco, Ricardo Pineyro Prins —Doctor en Sociología del Trabajo, Vicepresidente de AdRHA y Director de la Diplomatura en Estudios Organizacionales UBA— propone una distinción para desanudar esta tensión entre liderar con horizonte o ser simplemente un bombero, y cabe en diferenciar entre «futuro» y «devenir». El futuro es el territorio de la previsión, del plan estratégico, de las metas alineadas al negocio, en tanto que el devenir es lo que irrumpe, lo que no fue anticipado pero ocurre de todos modos, exigiendo respuestas no estandarizadas, sino situadas. La pandemia COVID-19 fue —y sigue siendo— un ejemplo paradigmático de cómo las organizaciones se vieron y ven convocadas no solo a ejecutar lo que planearon, sino a revisar lo que su modelo de liderazgo es capaz de sostener cuando los márgenes de certidumbre colapsan.
En ese desplazamiento de foco aparece la noción de liderazgo regenerativo, y ya no se trata de liderar para alcanzar resultados, sino de liderar para reparar, para restaurar aquello que el funcionamiento mecánico de las organizaciones o del contexto ha dañado o desatendido. Inspiración, propósito, mirada sistémica y capacidad de actuar sin generar daño —ni emocional, ni simbólico, ni estructural— son dimensiones de esta mirada que propone Pineyro en la conversación que mantuvimos telefónicamente. En lugar de asumir que las personas deben adaptarse a estructuras diseñadas desde la lógica de la eficiencia, se trata de revisar esas estructuras a la luz de los efectos que producen en quienes las habitan, y verdaderamente eso requiere técnicas, y una disposición ética sostenida.
Desde esa misma perspectiva, Pineyro propone pensar el liderazgo como una práctica que circula, que no se cristaliza en cargos ni se agota en funciones jerárquicas. Hoy alguien lidera un proyecto, mañana acompaña desde otro lugar, y esa rotación de roles —lejos de generar caos— permite fortalecer la legitimidad de quienes lideran desde la experiencia, desde la coherencia y desde la escucha. Hablar de liderazgos planos no es negar la necesidad de estructuras, sino detenernos y reconocer que el sentido de esas estructuras no está en el control, sino en la posibilidad de habilitar conversaciones estratégicas, decisiones compartidas y vínculos organizacionales más horizontales.
Por eso, liderar con horizonte implica también revisar nuestros marcos de decisión y preguntarnos ¿estamos respondiendo a lo que proyectamos o estamos sosteniendo lo que el devenir ya nos exige? La diferencia no es menor, porque en ese matiz se juega la capacidad de las organizaciones para generar entornos de trabajo sostenibles, significativos y, sobre todo, capaces de albergar procesos humanos que no se ajustan a la lógica del corto plazo. Y quizás ahí esté el desafío más profundo… que es construir liderazgos que no solo se orienten por la meta, sino por el modo en que llegamos a ella. Porque en ese cómo, se define también qué tipo de organizaciones somos —y qué tipo de futuro, o devenir, estamos habilitando.
2. ¿Mis decisiones promueven el bienestar o el desgaste?

Hablar de bienestar no puede reducirse a la gestión del estrés o al acceso a recursos de salud mental o beneficios. Hoy sabemos y ya desde múltiples disciplinas —incluida la psicología laboral, la economía del comportamiento y la pedagogía laboral—, que el bienestar en el trabajo está también directa o indirectamente asociado a la percepción de justicia, a la calidad de los vínculos, a la previsibilidad emocional y al grado de autonomía con que las personas pueden ejercer su tarea cotidiana.
Por eso, esta pregunta interpela desde el núcleo mismo de lo que entendemos por sostenibilidad en liderazgo. Más que aferrarnos a un modelo paternalista que reduce el bienestar a una lógica meramente asistencial, el momento actual nos invita —casi nos obliga— a repensar desde sus raíces cómo se están construyendo las decisiones dentro de las organizaciones, qué tensiones y responsabilidades están asumiendo los equipos y, sobre todo, qué tan genuino es el equilibrio que se propone en la experiencia cotidiana del trabajo.
Mercedes MacPherson, Consultora apasionada del talento y su gestión, que ocupó varios cargos como Chief People Officer y Chief Talent and Diversity Officer en dcompañías como Globant y Factorial, aporta aquí una mirada precisa y lúcida: las organizaciones no pueden reemplazar el rol que tiene cada persona en su autocuidado, pero sí tienen la responsabilidad de generar políticas y entornos que habiliten ese cuidado personal, lo enmarquen y lo potencien. Según MacPherson, no se trata de hacernos cargo del bienestar como si se tratara de una prestación más, sino de asumir que generar condiciones para que el bienestar sea posible es parte del contrato simbólico y operativo que toda organización establece con su gente. Esa habilitación implica, entre otras cosas, diseñar encuestas que no midan solo satisfacción, sino también percepción de justicia, carga emocional, autonomía y relaciones interpersonales.
El bienestar —dice MacPherson— es cada vez más holístico, pero también más emocional. Somos, en sus palabras, «seres emocionales que a veces somos racionales», y desconocer esa dimensión afectiva, compleja e ineludible del trabajo humano es una omisión que muchas veces explica por qué fallan los programas de bienestar más bienintencionados. Lo que no se nombra no se gestiona, y lo que no se gestiona termina operando como ruido permanente. Por eso, proveer herramientas para el autocuidado, espacios para la reflexión individual y acompañamiento en la identificación de límites no es una cesión de responsabilidad de la empresa, sino una forma madura de entender el cuidado como una coproducción: algo que se construye entre las personas y las estructuras.
Desde una mirada crítica en género, también sabemos que el desgaste no se reparte de forma pareja. Las mujeres, las personas no binarias, quienes asumen tareas de cuidado, quienes ocupan posiciones sub-representadas o se sitúan en intersecciones de vulnerabilidad estructural suelen cargar con sobre-exigencias que permanecen invisibles para quienes deciden desde posiciones de privilegio.
Por eso, esta pregunta no es cómoda, nos lleva a revisar no sólo los efectos intencionados de nuestras decisiones, sino también los colaterales, los ciegos, los estructurales. Nos obliga a preguntar si estamos promoviendo condiciones donde el trabajo se experimenta como fuente de sentido, de desarrollo, de afirmación vital; o si, por el contrario, estamos sosteniendo sin querer entornos donde el malestar se normaliza, se racionaliza o se naturaliza como si fuera parte del «precio a pagar». Y sobre todo, nos interpela a preguntarnos ¿me importa lo suficiente como para cambiar algo?
3. ¿A quién dejo afuera al definir mis prioridades?

Toda planificación estratégica define un marco de inclusión, pero también —y esto es menos evidente— un marco de exclusión. Las prioridades no son neutras, las agendas, incluso cuando se presentan como objetivas o técnicas, reflejan decisiones que privilegian ciertas experiencias, ciertas lógicas de poder, y ciertos cuerpos por sobre otros.
Quienes nos fuimos formando en análisis interseccional y políticas de ciudadanía, sabemos que los sesgos estructurales no se combaten con buena voluntad ni con campañas de comunicación interna por más buena que sea; más bien se debe trabajar con rediseño de cómo se hacen las cosas, de cómo son las estructuras de poder y autoridad. Y el diseño se expresa en las decisiones que se toman cuando se elige a quién escuchar, a quién se invita a participar, qué datos se recogen, qué voces se consideran “expertas” y cuáles se subestiman como anecdóticas.
En ese sentido, el liderazgo inclusivo no es el que incorpora personas diversas a estructuras desiguales, sino el que reconfigura las estructuras para que la diversidad no sólo tenga lugar, sino poder real de incidencia. Y eso empieza en el modo en que se ordenan las prioridades, desde la reunión periódica hasta la matriz de evaluación de desempeño.
En ese marco, Salva Medina —fundador y CEO de VALHALLA, con una trayectoria destacada liderando durante años el proceso de internacionalización de Santander Universidades, donde coordinó proyectos de innovación, impacto social y emprendimiento en más de veinte países— nos aporta una mirada que ilumina las tensiones del liderazgo actual y las traslada directamente al terreno de la práctica. “En toda decisión estratégica o relevante hay siempre daños colaterales; lo importante es identificarlos y minimizarlos, porque nunca se puede cumplir y contentar a todas las personas, ni siquiera a uno mismo, puesto que los planos personales, familiares y profesionales se ven afectados por decisiones de corto, medio y largo plazo”, señala.
Esa afirmación, lejos de reducirse a una lógica pragmática, obliga a quienes ocupan posiciones de liderazgo a revisar críticamente el relato dominante que tiende a dulcificar las decisiones bajo la narrativa de la eficiencia o del bien común. Porque cada decisión, al fin y al cabo, organiza un campo de posibilidades, sí, pero también delimita bordes y define qué temas se priorizan, qué voces son tenidas en cuenta, qué cuerpos acceden a los recursos y cuáles quedan sistemáticamente fuera. Cuando esas exclusiones se naturalizan y dejan de nombrarse, se convierten en parte del tejido estructural de la organización, no por intención explícita, sino por omisión persistente.
Reconocer a quién se deja afuera no debilita el liderazgo, lo vuelve más consciente, al tiempo que lo vincula con una ética situada, capaz de hacerse cargo de los efectos secundarios, incluso cuando estos son inevitables. Como bien señala Medina, toda decisión —ya sea personal, familiar o profesional— tiene impactos colaterales, y al definir una estrategia, también se excluyen miradas, colectivos, necesidades, y no siempre se es del todo consciente de ello.
Esta lectura vemos que atraviesa los planos íntimos y estructurales con la misma lucidez, también nos desafía a repensar el liderazgo no sólo como capacidad de influencia, sino como forma concreta de responsabilidad ética, política y pedagógica. Incluir esta percepción implica ensanchar la mirada y asumir que toda decisión habla de cómo entendemos el poder, el conocimiento y también el sentido de la justicia y ese llamado a conciencia. Y sabemos que ampliar esa conciencia no sólo transforma los marcos de decisión, sino también las relaciones que los sostienen.
Es allí donde el liderazgo trasciende la lógica de la eficiencia para convertirse en una práctica situada de responsabilidad, una que no persigue decisiones perfectas, sino que elige no invisibilizar sus impactos. Se trata, como sugería Pineyro Prins, de construir condiciones para reducirlos, repararlos o, al menos, nombrarlos.
Por eso, quizá la pregunta más incómoda —y a la vez más significativa— no sea a quién incluyo, sino a quién dejo fuera cuando defino mis prioridades. Y qué dice esa exclusión sobre la manera en que entiendo el poder que ejerzo. Y en organizaciones marcadas por desigualdades persistentes, ese gesto no es menor. Es, tal vez, el punto de partida.
4. ¿Estoy escuchando para entender o para responder?

La escucha auténtica requiere de un compromiso cognitivo, emocional y ético. En el campo de la educación y la psicología del aprendizaje se ha insistido, durante décadas, en la diferencia entre oír y escuchar. Pero en las organizaciones, este matiz sigue siendo subestimado, cuando no directamente ignorado.
No alcanza con habilitar espacios para que las personas hablen si, en paralelo, no existe una disposición auténtica a dejar que eso que se dice —y también lo que se calla— nos afecte, aunque sea mínimamente. Entonces, más que escuchar para responder, se trata de escuchar para transformarnos, y eso implica un gesto interno mucho más complejo que simplemente ceder la palabra, esto exige desactivar las defensas narcisistas del rol, dejar en suspenso el juicio automático, y sostener ese pequeño abismo que se abre cuando no tenemos una respuesta prefabricada, cuando el saber se desacomoda lo justo como para permitir que emerja algo distinto, algo nuevo.
Desde nuestros roles y más aún desde la experiencia como docentes o facilitadores, sabemos que las mejores conversaciones no son las que confirman lo que ya sabíamos, sino aquellas que abren nuevas preguntas. Y eso aplica también al liderazgo, cuando escuchamos con apertura, estamos habilitando la posibilidad de construir conocimiento colectivo, a la vez de gestionar de forma más eficiente las relaciones de trabajo. Sobre este punto, una organización que escucha de verdad es una organización que se piensa a sí misma como una comunidad, y la verdad es que una comunidad no sobrevive sin diálogo, sin desacuerdo constructivo, sin reconocimiento de las diferencias.
En esta lógica, Mariano Poggi —psicólogo y actual Head of Talent Acquisition & Onboarding en HSBC Argentina— incorpora una mirada que profundiza esta idea desde su experiencia en la estrategia de atracción, desarrollo y diversidad de talento. Según plantea, el valor de la escucha reside en alojar la palabra y dar lugar a la apertura de sentido, un sentido que se construye de manera conjunta en el hecho mismo de intercambiar miradas. En ese intercambio, cada interlocutor aporta desde su experiencia, posición y punto de vista. Por eso, otorgar respuestas predeterminadas no sólo cierra, limita o clausura el diálogo, sino que bloquea la posibilidad de que algo nuevo emerja, algo imprescindible si una organización aspira a evolucionar.
Desde su rol como líder de talento, Poggi insiste en que el liderazgo tiene la responsabilidad de habilitar la palabra y fomentar su circulación dentro de los equipos, que llegue a las personas ya sea mediante pedidos de feedback frecuentes, la invitación a proponer mejoras o la apertura a recibir observaciones sobre nuestro propio desempeño. En esta línea, resalta, no nos limitamos al acto de escuchar lo que es funcional o cómodo, sino de crear las condiciones para que se exprese lo que es valioso, (incluso si incomoda).
El desarrollo profesional es, ante todo, un proceso de aprendizaje, y aprender no es acumular tantas certezas, sino ejercer el derecho y la capacidad de hacerse preguntas. Entonces en eso consiste también liderar, no en tener todas las respuestas, sino en sostener los espacios donde esas preguntas puedan, por fin, ser dichas.
5. ¿Qué parte de mí estoy dispuesto a transformar para liderar mejor?

Hay una fantasía muy arraigada —y muy funcional al statu quo— según la cual liderar es una cuestión de carisma, temple o visión. Pero en verdad, liderar es una práctica relacional y situada, que requiere una constante reelaboración de nuestras certezas, de nuestras formas de vincularnos y de nuestras herramientas.
Tanto en recursos humanos, economía como en gestión del cambio, no hay duda de que el principal obstáculo para conseguir ese liderazgo transformador no está en los recursos externos, sino en la disposición interna a revisar quiénes somos cuando ocupamos posiciones de poder, y eso implica incomodarse. Implica aceptar que no todo liderazgo es virtuoso por default, y que muchos de nuestros automatismos provienen de modelos obsoletos o directamente coloniales.
Transformarse como líder no significa perder autoridad. Más bien implica reconfigurarla en clave de legitimidad, coherencia y sensibilidad. Y eso no se aprende solo en programas de liderazgo ejecutivo, se aprende en la práctica cotidiana de hacerse preguntas incómodas, como esta.
En este sentido, Camila Romero —actualmente al frente de equipos de investigación sobre mujer y liderazgo, con experiencia en organizaciones como Unilever, Smith Consulting y Deloitte— insiste en que el punto de partida para liderar mejor no es la respuesta fácil ni la técnica aprendida, sino la voluntad sostenida de mirarse hacia adentro. Desde su trayectoria en el desarrollo de estrategias de personas, equidad y cultura inclusiva en entornos corporativos complejos, propone recuperar la autoconciencia como competencia crítica.
Romero propone revisar no sólo qué estamos dispuestos a transformar como líderes, sino cuánto margen damos a esa transformación en los espacios donde más persisten los automatismos. Transformar parte de uno mismo como líder es una práctica concreta que se pone en marcha cuando se activa la conciencia crítica, sobre los sesgos que sostenemos, las lógicas que reproducimos sin cuestionar y las decisiones que tomamos desde narrativas heredadas de otras figuras líderes, de otros modelos de decisión. Y ese gesto de apertura —incómodo, pero profundamente necesario— empieza, según Camila, con una pregunta a la vez política que recupera todo esto que conversamos ¿qué aspectos de mi liderazgo necesito desaprender para volverlo más justo, más actual, más reparador?
¿Vamos cerrando? Liderar no es repetir modelos exitosos, es crear las condiciones para que otras personas puedan tener éxito
El liderazgo es una respuesta ética, estratégica y organizacional a los desafíos que nos plantea este tiempo y las personas, que lógicamente y naturalmente van cambiando. Y no estamos hablando solamente de adaptabilidad o de inteligencia emocional, estamos hablando de la capacidad de sostener procesos, personas, contextos y sentidos cuando todo alrededor empuja al cortoplacismo, a la productividad sin pausa, la automatización y temor al cambio, a la desafección y al desgaste.
Estas cinco preguntas no pretenden decirle a nadie cómo liderar, pero sí buscan poner en palabras una intuición que muchos sentimos desde hace tiempo… que liderar, en 2025, exige algo más que resultados, exige conciencia, exige escucha, exige humanidad (y sobre todo, exige coraje para revisar el lugar desde el cual lo hacemos).